miradascelestes

sábado, noviembre 26, 2005

Bajo a los infiernos, allí donde no se piensa en el cielo azul. Desciendo por la peligrosa endidura que hay en esta pared que tiembla. Renunciar, dejar, abandonar, desapegarse, perder, entregarse y abrir la puerta para entrar.
Estoy atrapada en la inmensidad de posibilidades. pero solo hay una; verde, oxigenada, fresca; aun inalcanzable para mis sentidos enjaulados en este cuerpo imperfecto. Difícil tarea emprendida cuyo impulso fue intuitivo y que ahora se convierte en consciencia, consciencia que pesa como la delicada caída de una pluma.
Las señales llegan, se manifiestan claramente. Esta parte de mi no quiere escuchar, ella domina. Quiere ser atendida y rectificada, se siente ausente por los días, no la he dejado ser. Acomete con fuerza y me desplaza. -Donde estoy en estos momentos? Donde estas Luz de este camino pasajero? Por qué me resisto a verte, a encontrarte, a sentirte?-
Mi alma se parte en dos, como la tierra del cielo, lo sutil de lo denso... constante oposición, constante paradoja!
Tiemblo al saber que existes y no logro entenderte en mi busqueda, esta jaula no me deja verte. Mi propia sombra me oculta de ti...

viernes, noviembre 25, 2005

El peso de una gota

Los días pasaban y el marco gris de la puerta de la entrada estaba astillado. Sobre la ventana estaba una hermosa y bien cuidada astromelia. El viento pasaba suavemente por entre sus hojas verdes. Durante la noche, la lluvia caia en forma de diminutas gotitas humedeciendo todo lo que estuviera a su alcance, incluso dentro de la casa. Por eso el marco ya no podia soportar más el peso de su puerta. El agua había hecho tantos estragos con él durante tanto tiempo de lluvia. Lluvia eterna. Eterno frío. Todo estaba corroido. Era tan grande la estulticia de la lluvia que se sentia dueña de todo lo que tocaba. Un día el marco de la puerta cayo, no pudo resistir más y con él se vino a bajo todo el imperio con el que la lluvia se mantenia orgullosa. Lloró amargamente, tanto que sus lágrimas se secaron. Al siguiente día el sol timidamente despertó de su interminable encantamiento.

lunes, noviembre 21, 2005

Juego entre actas y libros, entre números que quieren ser exactos y precisos, preciosos… voy entre carpetas y llamadas, entre buenos días y buenas noches. Juego con mis dedos a enredarse en mi pelo, en mi piel, en mis ojos.
Juego a que no me alcanzas, a que me atrapas, a dejarme caer en el verde prado y hacerme la muertita, a que me miras desde arriba, desde abajo, desde el aquí y el ahora.
Juego al silencio, a la mueca que se escapa cuando llega la sorpresa, a las mil y una noches en medio de una ciudad, no de un desierto.
Juego a las escondidas, a rayuela con grado de dificultad 3, a las muñecas y a los carros, a la casita y al doctor.
Siempre jugando… quieres jugar conmigo? Nos divertiremos!
Te prestare mis juguetes, mis pensamientos, aquello que no me dejan prestar por la formalidad. Te prestare mis palabras y suspiros, mis caricias y mal genios, mi dulzura y mi angustia, mi impaciencia y mi serenidad… pero… lo único que no puedo prestarte es mi ilusión porque esa la tienes tú, esa eres tú….
Aceptas? …

No preguntes más...


Que qué siento en este momento?
... la angustía de un existir que se acerca a pasos agigantados.
la dulce sonrisa que se amarra a una espera,
el insoportable pensamiento que se escapa por entre los dedos cuando no estas.
La mirada oculta de mil deseos que se hacen mariposas en el estómago,
las palabras, las frases, los puntos suspensivos y los signos de interrogación que no pones en la pantalla.
Siento que estremeces mi alma, mi cuerpo y nuevamente mi alma,
te siento cerca, tu voz me arrulla, me transporta a ese aliento que te hace cantar.
Que qué siento?
que ya no soy más, que tú me llevas, que me haces volar,
que somos tres: tu - yo - nosotros!

(es aqui donde debo poner tu nombre... aquel que no existía... tu nombre junto al sentimiento de amarte como un amor solo mio... amor mio...)

lunes, noviembre 14, 2005

El hijo se había soñado alas bajo la experta dirección de su padre y maestro. Durante años las había creado, pluma por pluma, músculo por músculo y huesecillo por huesecillo en largas horas de trabajo, de sueño, hasta que tomaron forma. Las había dejado crecer de sus omoplátos en la posición correcta (era especialmente difícil percibir con toda exactitud la propia espalda en sueños), y había aprendido poco a poco a moverlas adecuadamente. Había sido una dura prueba para su paciencia seguir practicando, hasta que tras interminables y vanos intentos fue por primera vez capaz de elevarse al aire por unos instantes. Pero luego cobró confianza en su obra, gracias a la benevolencia y severidad inquebrantables con que le guiaba su padre. Con el tiempo se había acostumbrado tan por completo a sus alas que las sentía como parte de su cuerpo, tanto que experimentaba en ellas dolor o bienestar. Al final había tenido que borrar de su memoria los años en que había estado sin ellas. Ahora era como si hubiese nacido con alas, como con sus ojos o manos. Estaba preparado.
No estaba en absoluto prohibido abandonar la ciudad-laberinto. Al contrario, quien lo lograba era mirado como un héroe, un bienaventurado y su leyenda era contada durante mucho tiempo. Pero eso sólo les estaba reservado a los dichosos. Las leyes a que estaban sometidos todos los habitantes del laberinto eran paradójicas, pero inmutables. Una de las más importantes decía: sólo quien abandona el laberinto puede ser dichoso, pero sólo quien es dichoso puede escapar de él.
Pero los dichosos eran raros en los milenios.
El que estaba dispuesto a intentarlo, tenía que someterse antes a una prueba. Si no la superaba, no era castigado él, sino su maestro, y el castigo era duro y cruel.
El rostro de su padre había estado muy serio cuando le dijo: "Esta clase de alas únicamente sostienen al que es ligero. Pero sólo hace ligero la felicidad" Después había escudriñado largamente a su hijo y preguntado por fin:
- ¿Eres feliz?
- Sí, padre, soy feliz - había sido su respuesta.
¡Oh, si de eso se trataba, no había peligro alguno! Era tan feliz que creía poder volar incluso sin alas, pues amaba. Amaba con todo el fervor de su joven corazón, amaba sin reservas y sin la sombra de una duda. Y sabía que su amor era correspondido de la misma manera incondicional. Sabía que la amada le esperaba, que al final del día, tras superar la prueba, iría a su habitación azul celeste. Entonces ella se echaría en sus brazos ligera como un rayo de luna y en ese abrazo infinito se elevarían sobre la ciudad, dejando atrás sus muros como un juguete arrinconado, volarían sobre otras ciudades, sobre bosques y desiertos, montañas y mares, lejos y más lejos, hasta los confines del mundo.
No llevaba sobre el cuerpo más que una red de pescador que arrastraba como una larga cola por las calles y callejas, los pasillos y habitaciones. Así lo quería el ceremonial en aquella última prueba decisiva. Estaba seguro de que la superaría, aunque no la conocía. Solo sabía que siempre se adecuaba por completo a la personalidad del candidato. De esta manera ninguna prueba se parecía jamás a la del otro. Podía decirse que la prueba consistía precisamente en adivinar a través del autoconimiento en qué consistía aquélla. El único mandamiento severo al que podía atenerse decía que bajo ningún concepto debía entrar durnte la duración de la prueba, es decir, antes de la puesta del sol, en la habitación azul celeste de la amada. En caso contrario quedaría inmediantamente excluido de todo lo demás.
Sonrió al pensar en la severidad casi furiosa con que su respetado y bondadoso padre le había comunicado este mandamiento. No sentía la más mínima tentación de quebrantarlo. Ahí no había peligro alguno para él, en ese aspecto estaba tranquilo. En el fondo nunca había entendido bien todas aquellas historias en las que un mandamiento semejante hacía que alguien se sintiese precisamente impulsado a vulnerarlo. En su marcha por las desconcertantes calles y edificaciones de la ciuadad-laberinto había pasado ya varias veces ante la construcción en forma de torre en cuyo piso más alto, cerca del tejado, vivía la amada, y dos veces incluso ante su puerta, sobre la que figuraba el número 401. Y él había pasado de largo, sin detenerse. Pero eso no podía ser la verdadera prueba. Habría sido demasiado sencilla, excesivamente sencilla.
A todas partes donde llegaba se encontraba con desdichados que le miraban o seguían con ojos admirados, nostálgicos o llenos de envídia. Conocía a muchos de ellos de antes, aunque tales encuentros no podían producirse nunca intencionadamente. En la ciudad-laberinto, la situación y disposición de las casas y calles cambiaba ininterrumpidamente, por eso era imposible darse cita en ella. Cada encuentro sucedía casual o fatalmente, según como se quiera entender.
Una vez el hijo sintió que la red que arrastraba quedaba prendida y volvio sobre sus pasos. Bajo el arco de una puerta vio sentado a un mendigo cojo que enganchaba una de sus muletas en las mallas de la red.
-¿Qué haces? -le preguntó
- ¡Ten piedad! - contestó el mendigo con voz ronca-. A ti no te pesará, pero a mí me aliviará mucho. Tú eres un hombre dichoso y escaparás del laberinto. Pero yo permaneceré aquí para siempre, porque nunca seré feliz. Por eso te pido que te lleves una pequeña parte al menos de mi desdicha. Así participaré un poco de tu evasión. Eso me daría consuelo.
Los dichosos raramente son duros de corazón, tienden a la compasión y dejan participar a otros de su abundancia.
- Está bien -dijo el hijo-, me alegra poder hacerte un favor con tan poco.
Ya en la siguiente esquina se encontró con una madre angustiada, vestida con harapos, acompañada de tres niños hambrientos.
- Supongo que no nos negarás a nosotros -dijo llena de odio- lo que concediste a aquél. Y prendió una pequeña cruz sepulcral de hierro en la red.
A partir de ese momento la red se hizo cada vez más pesada. Había un sinnúmero de desdichados en la ciudad-laberinto y todos los que se encontraban con el hijo prendian cualquier cosa en la red: un zapato, una prenda de vestir o una estufa de hierro, un rosario o un animal muerto, una herramienta o hasta una puerta.
Caía la tarde y se apróximaba el final de la prueba. El hijo penosamente paso a paso, inclinado hacía adelante como si luchase contra una gran tempestad inaudible. Su rostro estaba cubierto de sudor, pero todavía lleno de esperanza, pues creía haber compendido en qué consistía su misión y se sentía, a pesar de todo, con las suficientes fuerzas para llevarla a cabo.
Entonces anocheció y seguía sin venir a nadie para decirle que ya bastaba. Sin saber cómo había llegado con la interminable carga, que arrastraba, a la terraza de aquella casa con una torre en la que estaba la habitación azul celeste de su amada. Nunca se había percatado de que desde allí se divisaba una playa, aunque tal vez ésta no había estado nunca en aquel lugar. Profundamente preocupado, el hijo se dio cuenta de que el sol descendía detrás del horizonte brumoso.
En la playa había cuatro hombres alados como él y, aunque no podía ver al que hablaba, oyó claramente como eran absueltos. Preguntó a gritos si le habían olvidado, pero nadie le prestó atención. Tiró con manos temblorosas de la red, pero no logró quitársela de encima. Gritó una y otra vez, llamó a su padre que viniese a ayudarle inclinándose todo lo que podía sobre la barandilla.
En la última luz del crepúsculo vio cómo allí abajo su amada, envuelta en velos negros, salía conducida por la puerta. Luego apareció, tirado por dos caballos negros, un coche negro cuyo techo era un gran retrato, el rostro lleno de dolor y desesperación de su padre. La amada subió al coche y éste se alejó hasta que desapareció en la oscuridad.
En ese instante el hijo comprendió que su misión había sido ser desobediente y que no había superado la prueba. Sintió cómo sus alas creadas en sueños se marchitaban y caían como hojas otoñales, y supo que nunca volvería a volar, que nunca podría ser otra vez feliz y que, mientras durase su vida, permanecería en el laberinto. Pues ahora formabaa parte de él.

"El espejo en el espejo" M.E."

domingo, noviembre 13, 2005

Quiero ser el aire de un suspiro después de la batalla de dos cuerpos, mojados en sudor y lujuria.
Quiero ser el sentir de una mano que se enreda en los cabellos en un beso apasionado.
Ser la chispa que se enciende cuando tu cuerpo se acerca al mio ávido de deseo.
El gemido del placer de estallar y perderme en el infinitesimal momento en que ya no me pertenezco, fundida en fluidos.
Quiero ser el cosquilleo del roce que produce la mirada de un encuentro complice.
El anhelo del próximo contacto, la llamada "solo para saludar", la disculpa, la angustia de como volverte a poseer.
Quiero que me toques...

Delicada existencia

Era un lugar donde el aire se tornaba cálido, frío, dulce o sombrío. Su aroma constante era a sal y su sonido era el rumor de las olas que querian escapar de su rutina. Por sus playas se confundían las pisadas de miles, las miradas de cientos y los besos de pocos -sobretodo cuando el invierno caía-. Sobre el horizonte día tras día el atardecer se sumergía, el sol se fundía en la aparente calma de un mar que anhelaba la caricia de la luna llena para estallar en mil colores y formas.

Las voces que se creaban allí venian de todas partes: del oriente, del occidente, del arriba y el abajo. Voces pequeñas, delgadas, ilusionadas, vestidas, desnudas, pero sobretodo esperanzadas en pertenecer a un lugar.

Cerca del faro se encontraba aquel gigante y silencioso, lento y prudente Ser que escuchaba las voces que venian y se quedaban, las que iban y no volvian y las que estaban suspendidas en la ondulación de un crujir o de un suspiro inesperado e incalculado, lastimero y efímero. Él, testigo de fuertes encuentros de amor y desamor, de sentimientos vistos de un solo lado, de sonrisas y lágrimas reales e imaginarias; esta vez sentía que una batalla próxima le asechaba. Veia ante sus ojos cómo era sumergido en un encuentro inevitable de cemento y roca. Sus raices ya no tenian por donde desplegar sus alas, sus ramas ya no alcanzaban el equilibrio y sin embargo se mantenia en pie, erguido y solemne.

La arrogancia de quienes desesperaban a los que no escuchan, a los que aún tienen la esperanza de la "libre expresión", era su constante paradoja. La pobreza de unos zapatos, la bulla de quienes quieren acalorarse con las palabras y la sonrisa nerviosa de quien ignora, hacian que el ambiente fuera real. Era el mundo en el que estaba plantado; por eso su esfuerzo de estirarse para alcanzar las estrellas y poder soñar.

Pero un día alguien lo hizo sentir parte de un amor, hundiendo en sus carnes la ilusión de una noche y de una lágrima, los suspiros de una ausencia. Su alma temblaba de miedo pero no de terror, era un miedo pálido y escuálido que facilmente se resbalaba por sus fisuras. Sentia que era violentado en su textura pero con la dulzura de quien lo hacia. Se sentia coherente. Era parte de la realidad de alguien.

De nuevo llega el cemento y el asfalto e irrumpe su tranquilidad. El enfrentamiento es inminente. A la madrugada llegarán y arrancarán sus raices, despedazarán sus entrañas y su vida y la de los que en él habitaban; pronto dejará de existir y se convertirá en recuerdo y aquella fisura creada de nombres tallados que un día le hizo sentir coherente y en la que se describía el sentimiento humano de un amor sincero y eterno, se convertirá en la nostalgia de un recuerdo vacio, ausente, lleno de cemento y roca...


Hoy, aquel que le hizo complice de su sentir, que se atrevió a rasgar de su corteza pedazos de savia para plasmar la armonía de su corazón, imagina el aroma que desprendian sus ramas cuando el viento lo arrullaba, la sombra húmeda que lo acogia en brazos. La delicadeza de su existir.

martes, noviembre 08, 2005


La inarmonía contrasta con el sol de la mañana.
Aroma saludable de un encuentro.
Caminar sin los pies, caminar con tus pies, que son invisibles ante la mirada de mi ser.
Mezcla de colores y voces; cada una con un recorrido pálido de frío.
Sonrisas aparentes y hambrientas caen por el peso del tiempo.
Huir de las palabras y pensamientos ajenos que quieren quedarse estacionados en nuestras mentes;
Imposible, porque en nosotros ya está impregnado el conocimiento y el deseo de Saber
.

miércoles, noviembre 02, 2005

Por qué te desvaneces y dejas que el viento se lleve tu rastro.
Donde esta tu fuerza que en algún momento me sostuvo en el último momento.
En que lugar de este mundo dejaste la esperanza que te mantenia erguido.

No soy yo acaso la excusa para un devenir incierto? donde no hay esperanza ni seguridad de un cotidiano malzano?
Inmóvil como una estatua viendo como te transformas y te desconoces...
Inmóvil con la seguridad de un vuelo fresco por las esferas más desconocidas de mi ser

Rozas, acaricias, tocas, gritas... pero solamente escucho los sonidos más silenciosos de un alma que no resiste, que no sabe como llorar, que no sabe donde esta.

Incierta la incertumbre de una decisión que no sabe aún ser por si misma
Incertidumbre, objeto de deseo de un momento que no quiere ser tocado sino por los que lo crearon
Certeza de una esperanza que se mantiene por palabras que no estan cerca, que no tienen un calor corporal

Esto es solo un momento, ya pasará, pronto pasará y nacerás de nuevo. Acepta tu estado de muerte. Como yo lo he hecho....