Un saludo casi espontáneo la sorprende en medio de la espera y el olor de quien la asalta se infiltra por entre sus deseos; le mira detenidamente mientras él habla de su hazaña; se detiene en su boca que se abre para hablarle, en sus dedos que sin querer acarician las hojas del libro que manipula y ella se estremece. Por instantes piensa que la piel es frágil y que una mínima distancia la separa de rasgarla.
Entretenida entre las luces que resbalan por el pavimento húmedo siente el hierro con el cual está forjada y que ha sido escudo fiel de encuentros inesperados; valiente y orgullosa se pavonea exponiendo su armadura. Detenida se resbala en la cascada de la lentitud; lenta la subida, lenta la palabra, lenta la angustia, lenta la sonrisa, lento lo impredecible.
Respira poco, la atmósfera se entrecorta por la falta de calor, ahorra su aliento para el momento justo; mientras tanto le prestan el aliento con el que puede moverse extemporáneamente sin importarle. Guarda, reserva su propio ardor para el momento en que las hojas dejen de correr por el viento y ser ella viento para ellas.

El estado infantil con el que cada mañana se despierta le hace dar su mejor paso hasta que un reflejo casual le haga mirar como un adulto; después el atardecer le mostrará su estado de oposición y allí, en la noche, toma entre sus manos un corazón pálido y como una esponja rebosada de jugo bebe su néctar despedazándolo delicadamente con los dientes. Se alimenta.
Lentamente es arrastrado el tiempo en el que ella fluye, rueda su cabeza por entre la ciudad, entre las montañas y entre las estrellas que le arrullan. Su alma es perfecto lienzo que esta apunto de ser pintado, quiere pinceladas como teclas de piano que se deslizan entre los dedos, quiere colores como el atardecer que anuncia su partida en luna llena…. y yo sigo mirándola.